Son las diez de la mañana. En el pasillo del CBC hay poca gente, la mayoría ya entró a clase o todavía no salió. Hace frío, mucho frío.
Los alumnos de la 12608 acaban de salir de la clase post parcial, eran pocos y son menos ahora, en la ronda de mate que se acordó de llevar Mauri.
Todos estudian carreras diferentes, se conocen poco y sólo comparten unas pocas horas por semana, pero entre clase y clase, y sobre todo entre mate y mate, todos son amigos. Todos tienen tiempo que matar, y el agua humeante los invita a juntarse, como si se conocieran de toda la vida.
Algunos son de la capital, otros vienen del interior a estudiar, algunos están acostumbrados a la mugre y el ruido de la ciudad, para otros es nuevo, para algunos es imposible acostumbrarse aunque lleven la vida entera ahí.
Mate, galletitas, una guitarra e historias. No todos cuentan la suya, hay poca confianza y todos prefieren guardárselas, ocultarlas, mostrar sólo una parte de lo que son... O de lo que no son.
La mayoría son extraños, excepto por una o dos materias y esas horas de perder el tiempo. Un par se conocen de chicos, del pueblo. Otros del secundario, aunque empiecen a hablarse ahora y por necesidad, esa necesidad de hablar y de confiar, de tener a alguien en quien apoyarte. Son desconocidos, pero tienen cosas en común. Es como si viajaran juntos, y buscaran sentir que alguien los acompaña, que no están solos, que hay alguien que te cuida si te quedás dormido en el tren.
Tienen entre diecisiete y veintitrés años, para algunos es la primera experiencia casi-universitaria, otros ya vagaron por carreras fallidas.
¿Diferentes? Sí, mucho.
¿Parecidos? Más de lo que piensan.
Suena un rocanrol de seis cuerdas, todos apiñados por el frío. Hay una o dos parejas, otros que parecen pero no lo son. Hay grupos de amigos, gente que se adaptó muy rápido o que lo simula, que le gusta pertenecer y tiene la capacidad.
Algunos ya contaron su presente, sus carreras actuales y pasadas, su ciudad de origen, su familia, sus gustos. Todo muy por encima, muy superficial, todo apenas. No se olvidan de que son desconocidos y que no saben cuánto tiempo van a pasar juntos y ni lo que puede significar o llegar a significar esa persona, no sabés si se puede confiar, realmente confiar...
Pasan el mate de calabaza y Luz habla de su fin de semana. Estudia, o quiere estudiar, sociología. Es de la capital, pero conoce casi todo el país, ya le quedan pocas cosas de que asombrarse. Es la más grande del grupo, y es diferente en todo sentido. No sólo tiene la calle, sino que las pasó todas. Terminó la secundaria como la chica diez, viajó por todo el país y vio todo lo que quiso ver. Y cuando volvió, no quiso estudiar y la vida se le fue de los rieles. Perdió el tiempo, nadie la obligó tampoco a estudiar, conoció la noche, los vicios... Conoció a las peores gentes. No tiene problemas en contar que el padre de su bebé, un gordo de dos años con rulitos cafés que le caen sobre los ojos y le cuenta a quien quiera escuchar que se llama Ián y tiene Oz Añoz, la dejó en banda con una panza de seis meses, después de ilusionarla con una vida hermosa juntos. Se fue, hizo su vida y nunca más volvió a aparecer. Ahora le toca vivir con sus viejos, los mismos que la vieron irse orgullosa y capaz, con la confianza de que podía hacer lo que quisiera con su vida. La vieron volver con la frente marchita, con una vida adentro y sin un peso, después de lucharla contra viento y mareas, con hambre, sin laburo y con miedo de morirse y de matar a lo único bueno que le había quedado de su historia de amor. Se calla que el tipo era casado, y que ella lo supo los últimos meses de relación. Se calla que era diez años mayor que ella. Se calla que se comió el cuento de que iba a dejar a la mujer por ella. Se calla que vive con los padres pero en una pieza chiquita al fondo, que no le pasan un peso, que tampoco le hablan. La ayudan por el nieto, y a él no le dejan faltar nada, pero su comida se la paga ella. No le perdonan el error de irse, de hacer la suya y de no escucharlos, no le perdonan jugárselas y comerse la calle por tener la cabeza alta, no se lo dejan olvidar tampoco. Y no puede dejar de cooperar con la casa, porque ya bastantes años la bancaron para que haga lo que quiera. Se calla que limpia casas para vivir, a veces siente vergüenza de su trabajo, miedo de que la vean como inferior.
Si estudia ahora es porque quiere un futuro diferente, quiere un ejemplo para su hijo y quiere arreglarse con sus viejos. Ahora la están perdonando, por lo menos la ayudan con los apuntes y le cuidan al nene, pero siguen sin dejárselas pasar. Ella se rompe el lomo para estar al día, pero laburo mediante y ser madre como condición es difícil volver a ser lo que fue.
Se le nota en los ojos una tristeza profunda, pero se le nota en la mirada una firmeza inquebrantable. Se le nota también de dónde saca las fuerzas.
Ahora cuenta que el gordo se le enfermó, seguramente se enfrió alguna de estas noches. Por suerte mamá estuvo ahí para curarle la fiebre y contarle cuentos, pero no tuvo tiempo de repasar. No durmió, casi. Pero ahora está en paz.
-Ponele un poco de azúcar- dice, y devuelve el mate, con un poco de gesto de asquito.
(...)
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