Tanteando, lento, a duras penas, apoyándose pesadamente sobre el bastón, logra llegar hasta el banco de piedra. Duelen los huesos, duelen los músculos, duele la cadera, pero sentarse ahí vale la pena. No recuerda por qué, pero sabe que hay una muy buena razón.
A través de sus anteojos gruesos mira el cielo azul celeste hasta que el sol quema en las retinas. Guarda los lentes, cierra los ojos y sigue mirando detrás de los párpados.
Siente un perfume conocido, casi salido de un recuerdo. Sonríe. No sabe por qué, pero sonríe. Hay algo de los olores de otras épocas que le hace doler el alma, como si despidiera para siempre a un buen amigo. Pero este no, le hace cosquillas en el estómago, le lleva una alegría de esas inexplicables.
Se escuchan pasos apagados y un murmullo. Sonidos de maíz cayendo sobre el suelo de tierra. Sonidos de batir de alas. Susurros de palomas compitiendo como si buscaran ser las favoritas. El perfume se hace más fuerte, y parece que el sol brillara más. La alegróa casi ajena que lo invade crece aún más, y ni siquiera el ulular de las palomas lo molesta, como si fuera el más glorioso canto de aves.
Un mujer arruga la bolsa de maíz ya vacía y se le sienta al lado. Sus huesos también crujen, su cabello también es blanco y escaso, sus mejillas también caen, arrugadas. Y también tiene una mínima sonrisa.
Él se esfuerza por girarse, y, apoyado sobre el bastón, la mira con sus ojos desgastados. Ahora su sonrisa misteriosa no viene ni del aroma, ni del brillo del sol, ni del cantar de las palomas. Ahora ella es la fuente de la alegría. Y también es fuente de luz, de melodías, de calidez... hasta parece desprender ese olor a jazmines.
Ella tarda en notar que él la observa. Los años pesan, y cada vez cuenta más sentir. Evita todavía el encuentro de las miradas, está nerviosa, colorada, como si tuviera quince años otra vez. Sonríe, sin saber por qué, sin saber que le sonríen a ella desde la otra punta del banco.
Sigue mirando el suelo, pero algo la llama.
Con pesadez, pero sin perder su delicadeza de dama, levanta los ojos y lo mira. Se miran. Se sonríen. Se sienten.
Un bar. Una canción. Una carta.
Un poema, una nota, una flor. Un juego, una cena, una noche, una charla, otra charla, una risa, una lágrima, un secreto, una lágrima. Un pedido. Un momento. Otra lágrima pero de felicidad.
Ella tiene la vista borrosa, pero no solo por el tiempo, sino por la emoción. Le toca la cara con una mano anciana, antigua, de venas marcadas y dedos hinchados. Un anillo dorado destella en su dedo.
Él le besa la mano. No, no recuerda, pero tampoco necesita recordar. Recostada su mejilla en esa mano, su mundo se completa. Fija la mirada en esos ojos sonrientes, y deja caer esa gota desde los suyos, esa gota cargada de sentimientos.
Toma la mano de ella entre las suyas. Sus anillos se encuentras y brillan juntos bajo el sol. No hace falta recordar ni comprender, toda esa vida juntos se vuelve a vivir en cada mirada, en cada latido de esos corazones que, a pesar del esfuerzo, siguen palpitando con amor adolescente. Cada instante envuelve toda una vida, y en ese gesto ellos eligen volver a compartir sus instantes.
Se sonríen otra vez y apartan las miradas.
Las manos aún entrelazadas, cierran los ojos y miran al sol.
A través de sus anteojos gruesos mira el cielo azul celeste hasta que el sol quema en las retinas. Guarda los lentes, cierra los ojos y sigue mirando detrás de los párpados.
Siente un perfume conocido, casi salido de un recuerdo. Sonríe. No sabe por qué, pero sonríe. Hay algo de los olores de otras épocas que le hace doler el alma, como si despidiera para siempre a un buen amigo. Pero este no, le hace cosquillas en el estómago, le lleva una alegría de esas inexplicables.
Se escuchan pasos apagados y un murmullo. Sonidos de maíz cayendo sobre el suelo de tierra. Sonidos de batir de alas. Susurros de palomas compitiendo como si buscaran ser las favoritas. El perfume se hace más fuerte, y parece que el sol brillara más. La alegróa casi ajena que lo invade crece aún más, y ni siquiera el ulular de las palomas lo molesta, como si fuera el más glorioso canto de aves.
Un mujer arruga la bolsa de maíz ya vacía y se le sienta al lado. Sus huesos también crujen, su cabello también es blanco y escaso, sus mejillas también caen, arrugadas. Y también tiene una mínima sonrisa.
Él se esfuerza por girarse, y, apoyado sobre el bastón, la mira con sus ojos desgastados. Ahora su sonrisa misteriosa no viene ni del aroma, ni del brillo del sol, ni del cantar de las palomas. Ahora ella es la fuente de la alegría. Y también es fuente de luz, de melodías, de calidez... hasta parece desprender ese olor a jazmines.
Ella tarda en notar que él la observa. Los años pesan, y cada vez cuenta más sentir. Evita todavía el encuentro de las miradas, está nerviosa, colorada, como si tuviera quince años otra vez. Sonríe, sin saber por qué, sin saber que le sonríen a ella desde la otra punta del banco.
Sigue mirando el suelo, pero algo la llama.
Con pesadez, pero sin perder su delicadeza de dama, levanta los ojos y lo mira. Se miran. Se sonríen. Se sienten.
Un bar. Una canción. Una carta.
Un poema, una nota, una flor. Un juego, una cena, una noche, una charla, otra charla, una risa, una lágrima, un secreto, una lágrima. Un pedido. Un momento. Otra lágrima pero de felicidad.
Ella tiene la vista borrosa, pero no solo por el tiempo, sino por la emoción. Le toca la cara con una mano anciana, antigua, de venas marcadas y dedos hinchados. Un anillo dorado destella en su dedo.
Él le besa la mano. No, no recuerda, pero tampoco necesita recordar. Recostada su mejilla en esa mano, su mundo se completa. Fija la mirada en esos ojos sonrientes, y deja caer esa gota desde los suyos, esa gota cargada de sentimientos.
Toma la mano de ella entre las suyas. Sus anillos se encuentras y brillan juntos bajo el sol. No hace falta recordar ni comprender, toda esa vida juntos se vuelve a vivir en cada mirada, en cada latido de esos corazones que, a pesar del esfuerzo, siguen palpitando con amor adolescente. Cada instante envuelve toda una vida, y en ese gesto ellos eligen volver a compartir sus instantes.
Se sonríen otra vez y apartan las miradas.
Las manos aún entrelazadas, cierran los ojos y miran al sol.
Nunca Nadie me dio tanta Luz...
Felices seis meses, mi sol.